lunes, 7 de febrero de 2011

El niño artillero

— ¡Narciso! —suspiró aquél hombre enojado y jadeante— si fueras mujer, te iría peor

Esa noche, Narciso supo que ser mujer era algo que no le deseaba ni a su peor enemigo de la tropa contraria. La sangre que se derramaba por la espalda de su pierna derecha se atoraba en sus botines sucios y viejos. Narciso pensaba que ser héroe tenia un precio; él debía también pagarlo.

Narciso tarareaba canciones de guerra mientras cepillaba el caballo de aquel hombre que después de unos cuantos alcoholes, le confundía con las mujeres gachas y torpes, esas dejadas en alguna casa triste de ranchería, o con aquella abandonada en una milpa, o alguna de aquellas de senos baratos.
Narciso se daba al vuelo de confundir sus lágrimas con su sudor, así él, se sentía valiente, se sentía hombre.

— Narciso, anda y tráeme mi rifle, y de pasada una botella de mezcal.
— Sí, don Victoriano.

Apretando los puños, Narciso dio media vuelta a las órdenes del hombre que cuidaba de él. Narciso sabia que esa noche, al igual que otras, tendría que dormir boca abajo si acaso lograba conciliar el sueño. Sus pasos eran largos y lentos, las palmas de sus manos estaban costrudas y rojas por la fuerza con que las uñas largas de sus dedos, topaban con su carne al apretar muy fuerte sus manos. Narciso quería ser un héroe de batalla, de paso limpio y uniforme perfumado a tierra y sangre, y lo único que conseguía era ser llamado el bate huevos del Victorio.

Se sentía como un demonio atrapado en el cuerpo de un inocuo. Atrapó entre sus manos el rifle de Victoriano. Lo palpó, pasó una de sus manos por el lomo del arma hasta llegar a la boca, apuntó y acarició el gatillo. Después lo acomodó entre su pecho, y en medio de aquel salón oliendo a orines quiso ser héroe, quiso ser hombre. Nunca había deseado tanto ser hombre como entre aquellos olores. Tomó entonces el rifle viejo y tallado de don Victorio, una botella sucia y destapada que despedía un miasma insoportable.

— ¡Narciso!, no me gustan las personas que se tardan tanto— Victoriano se rascaba la entrepierna, su camisa desabrochada mostraba un montón de pelos revueltos en su pecho que guardaban enredada una cruz de plata lisa— tengo mucha sed y me estoy encabronando mucho.

El niño de doce años se aproximó a Victoriano con la cabeza baja, con el cuerpo sucio como sus botines; con lodo en el alma.

— Aquí tiene, don Victoriano, ¿me puedo ir a dormir?— Narciso hacia la pregunta más por costumbre que por educación. Siempre esperaba que fuera un sí.

- Ponte mirando a la pared, aún es muy temprano para que te duermas, a esta hora nada más los pollos y las gallinas duermen. Los hombres como tú, se desvelan, siempre se desvelan.

— ¿Usted cree que soy un hombre?.

— El mejor de esta pinche tropa, todos siempre se están quejando, son una bola de maricas. Yo en cambio, te hago hombre, el mejor de todos. El mejor de esta pinche tropa.

Don Victoriano, borracho y tosco se acercó hasta Narciso, éste sólo cerró los ojos y empezó a imaginar los rifles y las palabras de Victoriano diciéndole que era el mejor de los hombres, el que nunca se quejaba, el mejor de toda la pinche tropa, el que no pertenecía a la bola de Maricas. Mientras, Victoriano se había puesto en las espaldas de Narciso con los pantalones abajo, sus rodillas flexionadas hacían de Narciso un manojo de dolor y de miseria, hacían de él un hombre.

— No vayas a quejarte, si fueras mujer te hubiera ido peor— le decía a Narciso mientras apoyaba su barbilla sobre su cabeza y jadeaba sobre él.

Al cabo de minutos, Narciso terminó en el suelo con don Victoriano dormido todavía dentro de él. Se levantó, sacudió sus piernas y salió del salón donde Victoriano lo hacía el mejor hombre de la tropa a sus doce años. A lo lejos se escuchaban cómo una multitud se acercaba a caballos, con gritos en la boca, de esos que retumban en el cielo cuando se está separado del bullicio, cuando se está en el monte.

Narciso, vio cómo se levantaba una nube de polvo a lo lejos, quiso despertar a don Victoriano, pero éste solo logro acomodar el pantalón amarillento que caía bajo sus rodillas. Narciso tomó el rifle entre sus manos y se encaminó a una ventana de cristales rotos y telarañas grises. Nunca Narciso, había deseado tanto ser hombre como aquella noche.

Al notar que estaba solo en el salón, decidió acomodar un cañón tan pesado como un buey. Al moverlo, se dio cuenta que ni un cañón pesaba más sobre él que el mismo Victoriano meneándose en su espalda, acomodó el cañón en la vieja ventana del salón. La nube de polvo se acercaba como un montón de patos en huida cuando escuchan un disparo.

— ¡Narciso, dame agua!—don Vitoriano estaba con la mejilla derecha contra el piso de tierra y lleno de paja, entre sus nalgas se veía una mancha blancuzca mezclada con tierra y quién sabe que más, pareciera que un perro había pasado a orinar sobre su espalda.

— Señor, nos van a atacar, sino se levanta puede quedar muerto ahí—la voz de Narciso siempre era dulce, tan falta de hombría, tan sobrante de inocencia.

— Entonces haz algo, tú, que eres el mejor de mis hombres.

Narciso supo en aquel momento que sería el mejor hombre, pero no el de aquél vulgar señor. Tomó con fuerza el rifle, el dolor de su cuerpo no lo sintió cuando con grandes zancadas volteó sobre aquel hombre y disparó sin titubeos sobre la frente de ese don Victorio. El cuerpo de Victoriano quedó entre tierra, paja y sangre. Narciso regresó a la ventana y prendió fuego al cañón del salón, toda la furia que tenia guardada salió del boquete de hierro encendido, directo hacia los invasores. Mató a más de cien aquella noche. Cuando los demás soldados llegaron al lugar, preguntaron por don Victoriano.

— Lo mato uno que era casi un niño, yo me escondí detrás del cañón—dijo Narciso con una voz diferente.

— Pobre don Victoriano, él siempre tan pendejo que un casi niño lo mató— el que dijo esas palabras salió del salón, y empezó a juntar a la gente que quedaba entre los cuerpos. Narciso salió tras de él.

- Victoriano ha muerto, lo mató casi un niño del otro bando—dijo gritando a la gente— a nuestro salón lo salvó, ¿cómo te llamas?— se dirigió al hombre de mirada fuerte, anchos hombros, botines sucios y pantalones manchados de sangre entre las piernas.

— ¡Me llamo Narciso, el mejor hombre de esta pinche tropa!— dijo, mientras se acomodaba el mechón de pelo que caía sobre su frente.


— ¡Viva el niño artillero!
— ¡Viva!
— ¡Viva el niño artillero!
— ¡Viva!

Nunca Narciso había deseado tanto ser niño, como en aquella mañana.

3 comentarios:

  1. Hola, tu capacidad literaria es tan grande como lo eres tú.

    ResponderEliminar
  2. Hola preciosa, es en vano que te ocultes. De nada te sirves que busques el callejón y te cubra de mentira. Se que estás ahí por que me llega tu magia y el encanto de una mirada y las voces de un verso en re menor. Que bueno que estás ahí, por que es la única razón de encontrarte.! Besos y abrazos de tu servidor Elvin Matos.

    ResponderEliminar
  3. Excelso. Felicidades.

    Me paseo más seguido por acá.

    ResponderEliminar