viernes, 28 de octubre de 2011

El espejo

Era inútil. Cada vez que quería esquivar su mirada sobre mis hombros era inútil. Al llegar a casa me encontraba con una sonrisa de oreja a oreja como si fuese la última en este universo. Su forma de mirarme me hacía querer ir más lejos cada vez para preguntarle el porqué de su desavenencia conmigo. No, nunca pude dejarlo de lado. ¡Pendejo!, nunca pude dejarlo de lado.

Recuerdo que una vez quise irme lejos donde él no pudiera encontrarme puesto que me molestaba demasiado su sonrisa de alquiler barato diciéndome: mírame, soy todo lo que tú quisiste ser, todo lo que no quisiste hacer, y todo lo que eres sin querer. Maldición, ni que el mundo se fuera a terminar como lo predijeron los estúpidos antepasados de mierda.

¿Y qué si el mundo se va a terminar sin mí en su regazo? ¿Y qué si la vida me mantendrá colgado a los cuernos de una luna que nunca pude reconocer mía sino de él? Sí, lo confieso, ese hombre que era mi compañero de a diario, era nada más que una conferencia de toda la vida que yo buscaba en los brazos y el reflejo de otro cuerpo.

Qué ironía, nunca pude decirle cuánto le admiraba, sí, una vez me cautivó como para admirarlo. Para qué engañarme, le admiraba hasta las babas que dejaba escurridas en el vaso de cerveza donde orinaba a diario. Idiota, nunca tuve que admirarlo. No. Soy tan inestable que solo él era mi estabilidad en cuanto llegaba a casa. Pero, tuve que matarlo, no aguantaba tanto abrazo, tantas palabras de aliento que me daba antes de salir a trabajar, tanta agitación matutina, tanta palabrería rara.

¡Entiéndanme, por favor! No era posible que ese hombre me dijera qué hacer a diario, cómo vestirme de vida para salir a enfrentarme a un sin número de pendejos cruzando mal los pasos peatonales. Si ustedes lo hubiesen conocido, lo hubieran matado como yo. ¡Dios!, me está mirando todavía, me está carcomiendo el alma de una manera única y raquítica. Me tiene atrapado entre sus manos. No es posible que alguien pueda manejar mi vida de tal manera. Mira, cuánta sangre sale de su boca.

Ya. El silencio me está dejando claro que todos los seres humanos tenemos la necesidad de matar carne y matar hueso. Yo lo hice, acabo de matar carne y hueso para sentirme libre. Me está mirando, sí, una vez más me está diciendo que hice mal. ¿Quién en este mundo te dice que la vida está garantizada como para no quitarla? Nadie, claro. Ni él puedo decirme ya lo bueno o malo.

Yo tampoco estoy de acuerdo. ¿Qué? No puedo dejar de escucharlo, él me está diciendo lo mismo de siempre: que no acomode la corbata con ese nudo deforme, que limpie mis zapatos cada vez que tenga tiempo, que porte un reloj aunque no tenga pila, que me lleve bien con mis jefes que me pagan una mierda, que coma a mis horas, que no beba demasiado, que si fumo un cigarrillo más acabaré en el caño, que me lave los dientes después de comer, que, que, que.

Qué satisfacción ha sido enterrarle los dientes hasta el fondo del maxilar. No, no me arrepiento. Nunca me arrepiento de los acontecimientos de a diario. ¡Carajo!, son las once de la noche y nadie viene a preguntarme si yo estoy bien. Por supuesto estoy bien, más que nunca; más que antes; más que siempre. Acabo de hacer un pacto con las puertas de mi casa donde nadie podrá entrar y decirme qué puedo hacer de mi puta vida. No, no es normal que me haya enterado de todo lo que el mundo me podía dar antes y después de él. ¿Por qué sale tanta sangre de su boca?

Anoche veía una película donde un hombre se hacía pequeñito y entraba a la vagina de la mujer amada porque una fórmula irremediable había vuelto su cuerpo del tamaño de una hormiga. Imaginé poco a poco mis manos entrando en el cuerpo de Mario a través de su sangre. Me imaginé cada una de sus venas albergando mi esencia, mi odio, mi tristeza, mi sinsabor, mi olor.

Sí, yo quería ser el hombre pequeñito entrando en la vagina de alguien; en este caso, entrando en la sangre agria del hombre que más odiaba en el mundo. Y ahí, entre tanto desgarre, entre tanto sabor a hierro, pasó lo inevitable: lo maté. Le enterré un cuchillo hasta el fondo del cuello, por fin saboreé su sangre: misterio, agua agria; con sabor a sal. Supongo eran todas las lágrimas derramadas antes de hacer lo confesable en estas líneas. Qué tardo. Me suplicó cordura, me suplicó piedad, me suplicó que no torciera el cuchillo ya escaldado en su pecho.

— ¿De verdad quieres hacer esto?

—Hace años los sueños.

— ¿Entonces por qué tanto miedo?

—El mundo no es tan fácil como dicen.

—El mundo no es tan complicado como piensas.

— ¿De que hablas?

—De ti y de mí. De nada.

—Te odio.

—Me amas.

—Nos odio.

—Nos amas.

—Adiós.

—Hasta pronto.

—La muerte es tan pequeña y tan fugaz que me encontrarás bailando entre tu pecho alguna tarde.

No, no había vuelta atrás, o se moría él, o me callaba yo. O se extinguía su ropa en el closet, o me encarcelaba yo en un cuerpo que no quería tener. Entonces, fue ahí cuando nadie nos pudo detener en aquella danza mortífera de madrugada. Caímos juntos al piso, se rodó sobre sus rodillas y suplicándome una vez más me dijo que lo dejara tranquilo. ¿A caso tú me mostraste compasión cuando me juzgaste mísero?

No, nadie lo hizo, ni siquiera tú, el que más cerca estuvo de todas mis desgracias, de todos mis secretos, de todas mis desdichas, de mis pocas ocasiones donde mis labios pudieron prolongar una mirada de reojo hacia el abismo incierto de la felicidad. No te culpo, si tú fueras yo, también hubiera querido pedir clemencia. Ahí, pues, en medio de tanta noche y silencio di el golpe final.

El cuchillo dio tres vueltas en el pecho destruyendo todo a su paso. El cuchillo fue rompiendo cada músculo, cada hilera de carne del hombre que estaba frente al espejo. Ahí, entonces fue cuando maté al que toda la vida había tratado de cambiarme. Sí, me llamo Mario, y en medio de tanto silencio y obscuridad de madrugada, di muerte al hombre que estaba frente a mí en aquel espejo. Aquel día murió el hombre que más odiaba en lo que yo llamé una vez vida. Aquella noche me maté. Nos matamos.

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