sábado, 6 de octubre de 2012

El viaje

Salí de Tlaquepaque cargando un azadón de cuentos rotos pero bien remendados. El clima era tan pacífico que pensé en tu boca; olvidada por muchos guerrilleros perdidos en los años quince.
Después con mochila a espaldas tomé el primer tren carguero, sus luces a las seis de la mañana mancharon la divina encomienda de la que el sol es encargado: despertar.

A las siete con quince minutos, un hombre alto y áspero de cara me preguntó tu nombre. Imagino que mi cara era triste, porque si hubiera sido de preocupación, entonces me habría preguntado por mi madre. Le dije que te llamabas como recuerdos, que por eso me atormentaba el mundo conocido, sin embargo, no conozco otro. Selló mi boleto, miró de reojo mi carga y se alejó, como quien se aleja de un mal augurio; así.

Mi carga: un cielo azul cangrejo, así como suave y ardiente. Me acomodé la cara entre las rodillas y empecé a contar cuántas lágrimas se necesitaban para limpiar los huaraches sucios abrazados a mis pies. Trece, se necesitaron trece lágrimas y un suspiro para acomodar un mechón de pelo atrás de mi oreja y continuar el rumbo con los pies más limpios.




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