domingo, 27 de enero de 2013

La mecedora


No recuerdo si estábamos dormidos o despiertos.  
No recuerdo si era octubre o marzo. 
No recuerdo qué color llevabas en los ojos; si el de la tristeza o el de los árboles secos. 
No recuerdo cómo eran las uñas de tus pies.
No recuerdo cuántos muertos ya habíamos enterrado juntos. 
No recuerdo si eran ocho o veinte los ramos de flores en la sala; perdí la cuenta. 
No recuerdo si llovía o era soleado el día. 
No recuerdo si te quedaste más de cinco minutos o seis días. 
No recuerdo si lloré o era tu boca la que me lamió las ojeras. 
No recuerdo si nos despedimos. 
No recuerdo de qué se manchó mi camisa cuando me llenaste de besos. 
No recuerdo por qué te fuiste. 
No recuerdo si me regresaste el libro de Ana Karenina o el de recetas de cocina. 
No recuerdo si Madame Bovary se salvó de tus ojos como no del suicidio. 
No recuerdo para qué me pediste mermelada de tamarindo. 
No recuerdo cuándo el mundo se volvió menos habitable y más reconroso. 

No recuerdo muchas cosas; sin embargo de algo tengo seguridad: nos amamos. 

martes, 15 de enero de 2013

Tierra y Mar

El día que Julia murió, los árboles se pusieron en huelga; y a pesar de ser otoño, ninguna hoja cayó sobre el patio donde tantas tardes meció su cabello al borde de una mecedora vieja de ixtle.  El mundo puede ser cruel muchas veces, decía, porque otras tantas se atreve a dejarnos con la boca abierta.  Nada en Julia había pasado sin razón, y sin embargo, cada noche se encomendaba a cientos de santos pidiendo un motivo para seguir escuchando a Ignacio.  

Te vas a hacer más viejo si dejas de amarme, le decía Julia cada vez que Ignacio pisaba de puntas la línea del hastío y la costumbre.  No voy a dejar de amarte; no quiero tener arrugas por dentro del cuerpo antes que se noten las de afuera, contestaba él.  Viejo ladino, como si todo el pueblo no supiera lo largo de tus años, decía Julia con un aire de ternura sobre los labios. 

Ignacio llevaba una vida tranquila; trabajaba como obrero de barcos y soñaba como arquitecto de aviones.  Siempre traía los pies en la tierra y la cabeza en el cielo.  Nunca llegó después de las seis de la tarde a casa, jamás dejó vacía de besos la frente de Julia.  Tampoco la de Aurora, a quien visitaba después del trabajo y antes de las seis de la tarde. 

No sé por qué seguimos juntos si nunca nos hemos entendido, chisgueteaba Ignacio a los oídos de Julia.  Porque nos amamos mejor de lo que nos entendemos, y a nuestra edad ya nadie habla de despedidas a menos que sea de esas sin retorno como la muerte. Aurora debe entender que los mejores hombres son los viudos, no los robados.  Y tú, mejor viudo que arrancado.  

Una noche, mientras Ignacio frotaba las sientes de Julia con aceite de oliva le dijo: Yo en verdad te quiero, pero Aurora hace que me sienta importante, me deja llorar en su pecho y me hace arroz con leche sin ser día de fiesta.  Cuando falta leña me abraza y me pide que corte un poco, pero me detiene si sabe que me duelen los pies.  Una vez la encontré llorando con la cabeza entre las piernas y me sentí un cobarde por no poder dejar a ninguna de las dos.  Aurora se levantó para agarrarme de las orejas y decirme: La sal, el pan, el maíz y el aceite de oliva, siempre saben mejor en casa; a ti te gusta comer aquí.  No sé qué quiso decir, pero me sentí miserable.  Quiso decir que eres un viejo glotón, dijo Julia separándose de los dedos de Ignacio, acuérdate cómo comiste en la fiesta del señor San José. 

Ignacio, ¿por qué nunca me llevaste a Cozumel?, le preguntó Julia.  Porque decías que tú eres tierra firme y yo soy mar; y que el mar con mar se pierde.  Que el mar es para los enamorados arrogantes que le dan la espalda al mundo sin mirar atrás, tampoco eso entendí.  Quiere decir que es para aquellos que se aman sin recordar dolores pasados, y punto, viejo tonto, dijo ella.  

Octubre amaneció con ganas de ser abril, Ignacio con ganas de ser piloto y Julia con ganas de hacer el bien.  Nadie supo por qué a esa mujer de cabellos abundantes entre canos, piernas fuertes y caminar erguido sorprendió la muerte.  Unos dijeron que fue un té que curaba mal de amores, otros que las ansias de otra vida, algunos que el llanto atorado la ahogó por dentro.  Solo Ignacio supo que fueron todas juntas. 

Julia sabía que si moría primero, haría de Ignacio el hombre más feliz del mundo, pero que si él moría antes de ella; le dejaría un dolor de los que ya nadie se repone.  

Ignacio se fue a vivir con Aurora a una islita llamada Cozumel.  




¿A qué hora?

Hay noches en que pienso cómo hubiera sido el futuro contigo: desgarrador.  

Después amanece y obsesionada con la idea de caminar a otro lado que no sea la cotidianeidad, le preguntó a los árboles de la calle doce por ti.  

Nadie sabe dónde estás, en qué pecho te has metido, en qué playa ahogaste tus pies o en cuál de los bares del centro atoraste el corazón a la mesa.  

Si yo fuera tú, también habría roto los pilares de mi sangre y me largaba por allí a hacer lo más amado: soñar.

Hay noches en que los recuerdos me asaltan como luces de bengala en días de fiesta para enterarme sobre la simplicidad de ser humano: río.  Después lloro un rato por saber que los años no son sabios, sino tontos.