lunes, 22 de octubre de 2012

Me iré

Sí, acomodaré mi cabeza en una almohada desconocida pues ya no habrá más qué hacer.  Tengo que irme. Dicen que hierbamala nunca muere, pero yo siempre preferí la menta y hierbabuena en el té.  Aparte, necesito ir a echar raíces como lo hacen los árboles: en la tierra. Considero injusto dejar de usar la vida cuando el cuerpo se descompone, pero nada se le puede cambiar a una ley infinitamente -quiero creer- divina. 

Hice de esta tierra un mar de sentimientos y una hamaca de destierros.  Le mentí a quien se merecía la verdad y le dije la verdad a quien se merecía mi boca engañando.  Compré muchos casetes y los abandoné cuando llegaron los discos compactos.  Infortuné a mis vecinos con canciones hechas a las dos de la mañana y me desperté gritando por una ventana saludos sin respuestas.  Saludemos al mundo, nada nos cuesta.  Siempre he creído fervientemente en los abrazos a distancia porque desde los diecisiete años los he mandado, aunque a veces se equivoquen en el destinatario.  

Regalé jardines enteros de flores, nunca corté una.  Rompí corazones, el peor fue el mío, porque nunca supe cómo armarlo; supongo que sin la primera erre hubiera sido justo y suficiente.  Nunca aprendí a hablar un idioma completo porque me bastó la música, y esa justificación para no acordarme el miedo de irme a otro país a entenderlo, o de levantarme más temprano para terminar los cursos sabatinos en domingo.  Amé tanto a mi país que me urgieron sus dialectos en mis agendas y en mis cuadernos.  Nadie supo lo bien que los estudié y hablé. 

Estudié el principio de varias cosas, pero no el final porque los finales abiertos son los más felices.  Adorné muchos pinos de Navidad hasta que supe de dónde nacen los recuerdos.  Comí en muchos países y vomité solo en el mío: letras, hambre, amores.  Destendí muchas camas, pero compartí pocas veces mis sueños.  Levanté muchas faldas, pero me quedé a dormir en pocas de ellas.  Nunca aprendí a volar sin tenis puestos, jamás me imaginé una banqueta sin huaraches.  Tampoco aprendí a regresar a los lugares donde más me lastimaron, porque hay personas que aún no sé dónde encontrar.  

Herí mucho con palabras que después quise quemar en papel, arrojarlas con piedras, tirarlas al viento.  Fracasé.  Lloré solo en dos hombros, después olvidé la contraseña de mi pecho para mostrarme débil, triste y vulnerable.  Recibí muchos aplausos, unos obligados, otros sinceros, unos hastiados, otros fueron de pie.  Pero, la mayoría de las veces, las palmas no fueron de las manos esperadas en los grandes conciertos: los amados. 

Visité muchos enfermos y los vi morir con una melancolía caída de un árbol de manzanas en invierno.  Lo más melancólico es cuando vi muertos caminar por allí, ocupando el lugar de alguno de mis amigos enfermos con tantas ganas de correr el viento.  Nunca ahorré dinero, siempre me gasté todo lo que quise, también lo que no quise y también en lo que nunca pude comprar.  Cuidé mi cuerpo lo más que pude a pesar de todas las circunstancias.  Aprendí lo más posible, comprendí lo menos y recordé poco.  Leí cuanto libro se me puso enfrente, por eso no iba a las librerías, también por eso del dinero.  Escuché a Sabina y a José Alfredo como un intelectual Marxista leyendo a Borges. 

Me emborraché hasta creer estar enamorada del de al lado, después me desperté pensando en algún amor sin terminar dejado lejos.  Dormí poco porque era bien sabido por mis amigos el gran dicho: ¡Pierdo el tiempo en esa cama! ¿Qué tal si lo ganaba?  Nunca terminé de hacer maletas, jamás terminé de mudarme de ninguna ciudad; siempre regresé por algo o por alguien.  Me dio miedo Israel, por eso dije no a tomar un avión con ese destino.  Rechacé tres veces un anillo por miedo a caerme de ese mismo avión.  Quise mucho a varios hombres y a muchas mujeres.  

Me enamoré hasta quedarme sorda y ciega, porque la locura fue la única razón que encontré en el destino de los encontrados juntos.  Devoré cuerpos y firmé sentencia en ellos a pesar de verlos zarpar lejos.  No me salvé del mundo porque no se me dio la gana ser igual a todos. Leí muchas novelas, pero fueron más las que viví.  Saqué la cabeza por la ventanilla de algún coche muchas veces para saber a qué huelen las ciudades. 

Dejé que muchas mujeres me dijeran lo maravillosa que yo era, se desvelaran en mi boca y me hicieran el amor, pero nunca pregunté porque no podían quedarse conmigo.  Nunca dejé de creer en el amor aunque todos los amores me despidieran sin ponerme en sala de espera. Hubo quien quiso enseñarme todo el mundo y solo me enseñó el final.  Amé, siempre amé.  Amén, siempre amén.  Amen, siempre amen.  No aproveché bien el tiempo, pero conocí muy bien la dicha y el desamor que para esos los relojes nunca avanzan. 

Hice amigos y con una flor apuntando su sien los hice mis hermanos.  Los adoré hasta quedarme muda y sin manos.  A mis hermanos los volví con sonrisas mis amigos y los llevé al mar a juntar caracoles en la playa.  Nos adoramos todos en un secreto chiquito como las conchitas invisibles de Vallarta. Me aprendí cien canciones y se me olvidaron quinientas. 

Besé muchas bocas para poder besarla así a Ella.  Le escribí canciones, le hice el amor, la dejé cuando fue preciso se escuchara sola.  Le aventé besos por las mañanas, le enseñé mi ropa interior.  La invité a bailar, le puse el nombre de una ciudad de Europa, le escribí cartas y notas de amor.  Le tendí una trampa en mi casa para beber vino la noche entera, la tapé del frío.  Le conté el cuento del giraluna y me tendí a sus pies.  Le hablé del teatro de las casualidades, del 6 de septiembre, de México y París.  Le hice el amor a las cinco de la tarde, le compré un regalo, me quedé a dormir.  Le alenté en su arte, le mandé te quieros, le agarré el desaliento y le solté la locura.  La dejé tranquila cuando precisó abandonarme.  Le lloré a diario y le puse el nombre de todas las mujeres a Ella. La llamé cobarde y la mandé a Buenos Aires a que se fuera a dormir.  Tampoco le pregunté por qué no se quedaba conmigo.  

Me aprendí todas las capitales del mundo por si alguna noche despertaba lejos de mi patria amada.  Me levanté en armas cuando fue preciso, me fui a la guerra a perder algún pie, me senté en un banco que nunca fue mío, olí a sangre cañones de anís.  Leí a Bach y escuché a Hegel, será por eso que no los entendí.  Fumé tabaco y cosas raras.  Más de seis veces bebí café; más de seis veces decidí cambiar de decisión.  Treinta y dos veces intenté andar con la misma chica, las mismas veces me dijo no.  
Lloré muchos océanos porque ya tenía preparado el barco que estuve construyendo tantos años. 
Podría no dormir esta noche y seguir esta lista desordenada de cuantas cosas he hecho.  Pero, si no me detengo ahora, quizás no me detenga nunca, y la eternidad solo espera a los que no han vivido.  Y yo sí viví. 

Por 
supuesto 
que 
viví. 

Vi-ví.

V
i
v
  í. 





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